martes, 3 de agosto de 2010

EXCELENCIA Y DEMOCRACIA LIBERAL.




Ortega y Gasset estimaba que si nos tomábamos en serio la posibilidad de devenir seres excelentes podíamos plantar cara a la amenaza escepticista del relativismo. En este sentido, la búsqueda de la excelencia para Ortega consistía en un deber de la humanidad, su quehacer y su destino. Rehuir de ese deber implica la caída a lo más bajo de lo humano, donde no existe discrepancia entre lo humano y lo animal, donde el capricho y la fuerza gobiernan la vida, dicha circunstancia implica asimismo una existencia abandonada a la molicie, al capricho y a la arbitrariedad.

En el lado opuesto de esa vida mediocre y mundana se suscita la excelencia como un estado de alerta, de permanente atención, tensión y expectativa sobre el destino por cumplir. Sin embargo, el cuestionamiento sobre la existencia de la excelencia surge por una ausencia, en este caso, la ausencia de los mejores.

Para Ortega, esta ausencia es un signo histórico de desvertebración, coligiéndose que una sociedad desvertebrada es aquella en que las masas no quieren ser masas, cada miembro integrante se cree personalidad directora, y revolviéndose contra todo el que sobresale, descarga sobre él su odio, necedad y envidia.

Por el contrario, sociedad vertebrada es aquella en que las masas se sienten masas, colectividad anónima que, armando su propia unidad, la simboliza y concreta en ciertas personas elegidas, sobre las cuales decanta el tesoro de su entusiasmo vital.

Para Ortega, resolverse contra la idea de excelencia, esto es, contra la idea de que pueda surgir del magma social una minoría de individuos providentes capaces de proponer un sentido a la sociedad, significa atentar contra la ley constitutiva de la sociedad. La insumisión contra la norma vital de la sociedad es para Ortega el síntoma de una enfermedad, el mal de esta enfermedad es el igualitarismo, mismo que espera cobrar los beneficios de la uniforme unificación de la vida social depurándola de todo lastre individual y, por consiguiente, de toda posibilidad de excelencia.

Ortega no deja de insistir en que la pérdida de las cualidades que significan a un grupo de individuos como excelentes se presenta como el origen de la decadencia de las sociedades políticas históricas. Sin embargo, la radicalización de la crítica a la excelencia es una novedad de las sociedades contemporáneas: la crítica particular se troca en crítica universal, en desprecio de la idea de aristocracia. La crítica desde el supuesto aristocrático sabe señalar cuándo un individuo ha perdido la excelencia que lo elevó sobre la masa, y sabe disponer el camino para que otros individuos excelentes ejerzan el liderazgo que queda vacante. La sociedad humana es aristocrática siempre, quiera o no, por su esencia misma, hasta el punto de que es una sociedad en la medida en que sea aristocrática, y deja de serlo en la medida en que se desaristocratice.

Cuando se trata de localizar socialmente a los excelentes, Ortega sale al paso de aquellas sociologías que identifican a la masa con los económicamente más débiles y a la minoría selecta con los económicamente más favorecidos. En este sentido, el principio que define la excelencia no es económico. La riqueza no es portadora de excelencia, como lo son la utilidad o la fuerza. La excelencia habría que buscarla más bien entre ciertas dotes naturales de los individuos:

• La capacidad de expresión corporal.
• El manejo de la lengua.
• La habilidad argumentativa.
• El modo de resolución más acertado, más gallardo, más elegante o más justo.

La aparición de esas cualidades debería provocar el deseo de identificación con ese ser. Ortega cree que al encontrar otro hombre que es mejor o que hace algo mejor que nosotros, desearemos llegar a ser, de verdad y no ficticiamente, como es él, y hacer las cosas como él las hace. No es cuestión tan sólo de imitarlo, sino de interiorizar la diferencia de su ser como modelo, como ejemplo que, al incorporarlo, nos transforma. Pero esto no ocurrirá si la pasión igualitarista, bloquea la facultad de entusiasmarse con lo óptimo, de dejarse arrebatar por una perfección transeúnte, de ser dócil a un arquetipo o forma ejemplar.

La articulación de ejemplaridad y docilidad es el fundamento de la auténtica aristocracia. Según Ortega, todo influjo o cracia de un hombre sobre los demás que no sea automática emoción suscitada por el arquetipo o ejemplar en los entusiastas que le rodean son efímeros y secundarios. No existe otra aristocracia que la fundada en ese poder de atracción psíquica, especie de ley de gravitación espiritual que arrastra a los dóciles en pos de un modelo. El poder legítimo emana de la autoridad de la excelencia, de la ejemplaridad. En tal tenor, el derecho a gobernar es un anejo de la ejemplaridad, tal y como se plasmó en el pensamiento de Ortega.

Definición de masa según Ortega: es todo aquél que no se valora a sí mismo por razones especiales, sino que se siente como todo el mundo, y, sin embargo, no se angustia, se siente a sabor al sentirse idéntico a los demás.

Contrariamente a la definición anterior se suscita la definición del excelso: Que es aquél que se exige más que los demás, aunque no logre cumplir en su persona esas exigencias superiores.

Diferencias entre el hombre masa y el individuo excelente:

HOMBRE MASA:
• Es un ser resentido
• Es un ser abúlico
• No se exigen nada especial, sino que para ellos vivir es ser en cada instante lo que ya son, sin esfuerzo de perfección sobre sí mismas.
• Soy boyas que van a la deriva.

INDIVIDUOS EXCELENTES:
• Es aquel que no se conforma con la identidad que lo asimila a los otros y quiere diferenciarse de ellos.
• No se siente bien siendo uno más
• Persigue distinguirse e individualizarse
• Se exigen mucho y acumulan sobre sí mismas diversas dificultades y deberes.

En las relatadas consideraciones, ser un hombre humilde, dócil, no es estar desprovisto de talento. Es saberse limitado, esto es, comprender que ciertas capacidades están desigualmente repartidas y que negar este hecho significa perderse las posibilidades de la humanidad.

En la humildad brilla la confianza, no el resentimiento, la cual significa dar crédito a aquellos que se muestran capaces de despejarnos un camino en el incierto presente, aunque siempre estén sometidos a la prueba de su cumplimiento. Asimismo confianza significa intentar dar lo mejor de sí, aportar las propias capacidades a esa empresa.

De lo expuesto se colige que la confianza no contempla la clase del mediocre resentido, toda vez que éste impide caprichosamente que el excelente pueda destacar, con la soberbia afección de quien no asume las propias limitaciones; el mediocre no acepta humillarse ante la verdad.

Ortega asocia la contemporánea actitud de las masas a la perversión del principio democrático: perversión que consiste en convertir la desigualdad de los individuos, aquello que los hace semejantes, en un dato prescindible. Esa perversión nos introduce en el Imperio Político de las masas: un poder que no conoce límites y que es capaz de elevar el absurdo a ley. Ésta es sólo una de las direcciones en que se exterioriza el fenómeno de la democratización de la vida.

La masa arrolla todo lo diferente, egregio, individual, calificado y selecto. Quien no sea como todo el mundo, quien no piense como todo el mundo, corre el riesgo de ser eliminado.

Para Ortega la irrupción de las masas en la vida social y política no está carente de ambigüedades, pero también es cierto que la valora positivamente. La extensión del disfrute de los medios de vida y de los derechos que antes estuvieron reservados a unos pocos ha permitido que mejoren las condiciones de vida para un mayor número de personas y posibilitado que el hombre salga de su interna servidumbre y alcance una cierta conciencia del señorío y dignidad.

La sociedad democrática de masas ha nacido sin norte; en el mejor de los casos recoge, deformándola, la idea de que el auténtico hombre ha de ser dueño y señor de sí mismo; en el peor abandona la búsqueda de la excelencia por la autocomplacencia, por la autosatisfacción. Domina todas las cosas, pero no es dueño de sí mismo.

HOMBRE MASA.
Hombre-masa es aquél que cree que todo le está permitido y a nada está obligado.

CARACTERÍSTICAS:
• Han sido mimados por el hábitat que crea la democracia liberal y el desarrollo tecno-científico; no conocen límites a sus apetencias.
• Es un ser narcisista.
• Nada hay fuera de él que le merezca la pena.
• No hay nada en el exterior por lo que molestarse.
• Autocomplacencia a tope.
• Percibe en el Estado un poder anónimo y como en él se siente a sí mismo anónimo cree que el Estado es cosa suya.

VIDA NOBLE
Siempre está fuera de sí, con la mirada puesta en el horizonte. Es voluntad de autoafirmación.

HOMBRE MEDIOCRE.
Es aquél que está encerrado a otras formas de experiencia.

CARACTERÍSTICAS.
• Ensueña una vida sin alteridad.
• Es sordo a cualquier voz que proceda del exterior que tacha.
• Sólo se oye a sí mismo.
• Piensa y hace lo que le viene en gana.
• Sus prejuicios violan los controles del recto pensar.
• Quiere opinar, pero no quiere aceptar las condiciones y supuestos de todo opinar.
• Pretende reducir a los resistentes, a los que demandan razones, doblegándolos a la fuerza.
• Aplasta el saber histórico por parecerle algo inútil.
• No comprende el valor preventivo de la experiencia histórica.
• Cuando cree estar ante la última novedad, ante lo nunca visto, ignora la historia que los ha traído hasta él.
• Ejemplos de esta actitud: Bolchevismo y Fascismo.
• No sólo desprecia a aquellos que le demandan razones, sino también a aquello que le procura el gratuito bienestar de que disfruta: la ciencia.
• Se siente en posesión de la verdad, se siente dueño de sí.

Cuando la violencia que cultiva el mediocre encuentra una salida, el poder de la masa puede llegar al paroxismo. El Estado es el colector de toda esa rabiosa energía. El estatismo es la forma superior que toman la violencia y la acción directa constituidas en norma. A través y por medio del Estado las masas actúan por sí mismas.

En este sentido, el anonimato del Poder del Estado es clave para entender la relación de la sociedad de masas con el poder.

Ortega defiende el liberalismo como condición de una vida humana auténtica, excelente. El liberalismo se nos impone como un destino de cuya asunción depende el éxito de la empresa humana. El hombre que elude esa responsabilidad, termina emparentándose con la vileza, con la canalla. La democracia liberal lleva al extremo la resolución de contar con el prójimo y es el prototipo de la acción indirecta. El liberalismo proclama la decisión de convivir con el enemigo, más aún con el enemigo débil. Por tanto según Ortega, en el futuro habrá de contar con los principios de la democracia liberal.

El escaso interés por la ciencia, la poca disposición a sacrificar recursos económicos para proyectos científicos es característico de un tipo humano que está dotado de habilidades instrumentales, pero no para entender por qué y cómo ha podido fabricarse un artefacto.

La mediocridad alcanza también a los llamados expertos, especialistas, quienes conocen sólo de una ciencia determinada, y aún de esa ciencia sólo conoce bien la pequeña porción en que él es activo investigador. En este frenesí especializador no hay lugar para el pensamiento en general, para una filosofía de la cultura.

El pensamiento es un riesgo: el riesgo de la verdad. Pensar es arriesgarse a no tener razón, a descubrir lo que no nos gusta de nosotros mismos, develar las obligaciones que tenemos pendientes, las deudas que no hemos satisfecho y que interpelan nuestra responsabilidad, es responsabilizarse de uno mismo, es decir, la deuda que cada cual tiene consigo mismo. El pensamiento genera inquietud.
El camino de la excelencia comienza ahí, emprendiendo una búsqueda sin cuartel de nuestro yo de verdad, de nuestro destino, pero la incógnita estriba en ¿dónde es que culmina dicho camino?.

1 comentario:

  1. Buena reseña, espero que el mensaje este claro reflexionamos sobre él en clase.

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